jueves, 9 de junio de 2011

Una noche. Dos noches. El tiempo pasa, cholo, el tiempo pasa. Dos jóvenes. Un joven. Ten cuidado con lo que haces, con lo que dices, hermanito, cuídate, siempre cuídate. A ellas hay que tratarlas como hay que tratarlas, mocoso. ¿Y a ellos? Los dientes o, mejor dicho, el espacio en el que tendrían que hallarse, notorio, grande, abriendo y cerrándose a un veloz compás formando así una especie de sonrisa. Yo: risita mentirosa como me enseñaron. Si vas a mentir, hazlo bien, no seas tan huevón. Las estrellas titilantes, dibujando desde el cielo la soledad; no, la tranquilidad, amigo. ¿Sí, en serio? ¿Es eso tranquilidad? Otra risa ¿Será como la mía?
En una noche cualquiera anterior. Claro, en el pasado, porque todo pasa y el futuro de un niño es el presente de alguien más, de otro yo quizás, y el pasado de, quién sabe, un adulto. Esa noche antigua, estrellada también, otra vez solo; pero no, no, ya está llegando, ya llamó, ya avisó. ¿Y la casa? Lejos, por suerte. Y por fin aparece como una figura emblemática, sublime de alguna obra, entre la oscuridad. Saludo. Se sienta mi lado. De pronto todo lejano: la voz de mi padre hablando de esa chica del colegio, mi madre y su apoyo irracional y acá: ambos sentados. Sentados. El pasto en el culo, mi mano, pequeña, tan pequeñita esa mano suya, que tantas veces vi, rozando la pierna. Ese mismo día, más temprano, al sol no lo veía; estaba en mi cuarto, con la bragueta abierta y la misma mano, más adentro; no me encontraba del todo incómodo. La luz de la computadora jamás muda mostraba aquellos cuerpos curvilíneos, aquellos pelos largos, esos orificios desnudos y sin frío, esa boca mía haciendo muecas y la grave voz del viejo (“todo hueco es trinchera”) resonaba en mi mente....y jala, jala, jala más fuerte; vamos, tiene que salir, sal, sal; es inútil, no sale, no va a salir. ¿Y si cambio? ¿Si abro otra página? Miré a todos los lados. La puerta cerrada. ¿Qué diría mi padre? ¿Qué hubiese dicho en aquel preciso momento? Si mi madre no está, nada, a menos que cambie la página efectivamente. ¿Y qué diría mi madre? ¿Invocaría a Dios, llamaría a sus amigas? Como si lo pudiera saber o, siquiera, adivinar. Entonces, entre el silencio que es bella y nefasta incertidumbre, cambié la página y el “sal, sal” se eliminó o desapareció automáticamente, porque simplemente salió, lo eyecté.
Más tarde, esa noche: dos jóvenes. La mano, su mano, los labios, nuestros labios, la casa, ¿qué casa? La vida es el presente y ése era el presente, pero se fue con él, su padre se lo llevó luego de despedirnos. No nos vio, pero su voz, su torpeza, su tosquedad: vamos ya, hijo, no seas lento, caracho; lo seguí.
Todavía algunas visitas más: hola, cómo estás; mentir en el colegio, esquivar a Susanita, pero verlo a él también. ¡Atienda, Ramírez!, no, no puedo, pero debo dejar de mirarlo. Su mirada se aparta, la mía también.
Una noche, aquella noche, la presente: la última…siempre el tiempo. No te preocupes, ma, llego antes de las diez, no, no tienes que llamar al taxi. No lo llamó. Ya juntos, se yergue ante mí, no sólo él, sino también y de manera definitiva lo que se venía venir: un adiós y despierta, has vuelto (han vuelto); al teléfono Susanita, que la ayude en inglés, no, eso no quiere y yo no quiero hablar: colgué. Sus ojos me hablaban, ninguna palabra más y, otra vez, el tiempo: adiós.
Otra noche, aquella segunda, aquella soledad. ¿Espero? Espero ¿Sí, espero? Espero. Todo acabado, adiós al paréntesis, al sueño (primero y último), a la irrealidad efímera, a la digresión.
-Hola, llegué-me dijo Susanita. Aún sentado, volteé. Una risita y, entre sus ojos azules y sus curvas marcadas por esa pose altiva, una verdad enorme y un futuro inexorable.

Marionetas

Esperé durante dos horas. Supuse que no iba a llegar. El sonido de las bocinas, los gritos de los transeúntes, el humo de las fábricas, las líneas de cebra llenaban el camino y no, no iba a llegar; el teléfono, la presión: estaba tarde. Se ponía el sol dejando cúmulos naranjas en el cielo no tan azulado, ten cuidado con la gente, cholo, ten cuidado con dejarme plantada, porque si no llega, él sabe que se acaba. Dos horas. Tanto puede suceder en dos horas. La vida es un caos, un azar de situaciones, en el que no somos, a veces, más que marionetas. Todo puede suceder a la vez que no y cambiar lo planeado. Hay tanto que pudo ser y no fue, hay tantos “si” y “hubiera” posibles. Todo lo sucedido pudo no haber sucedido y yo pude no estar acá, pero ella sí me espera, no sé si es eso lo mejor o lo peor que pudo suceder, aunque seguro lo peor para él está por pasar.
Unos minutos más, un semáforo más. Llegué. Es él. Cuidado, no pues, papito, no me cierres así: perdón, lo único atino a decir para poder llegar. Allí está ella. Allí está él.
-Aquí está tu encargo-me dijo nervioso, entregándomelo en un sobre manila, doblado, pulcro. Sus ojos apenas me miraban. Su boca torcida estaba fría, seca.
-Gracias-respondí.
-¿Me quedo?
-Sí, quédate-para qué. Luego de todo esto, ¿me quedo?
Las horas pasaron como siempre pasan. El tiempo sigue su curso como un río interminable y las personas somos parte de él, por lo menos durante nuestra efímera existencia: el tiempo siempre pasa y con él cambios acontecen, en todas partes…aquella ley inexorable. Al regresar al carro le di un beso. Ambos sabíamos que ninguno había tenido suerte, si cabe utilizar ese intrincado término. Lo que podíamos hacer, lo hicimos y lo que no, no. Ahora nos teníamos que ir.
No sé si ese beso fue en la boca, en la mejilla ¿dónde? ¿A dónde se fue en su auto? Seguro volvería, pero aquella oportunidad o aquello sucedido se acababa, al final le urgía y le decíamos adiós a ese pequeño escape de ambos; era hora de regresar. Regresar ella con más dinero en sus bolsillos y yo con ganas de ver a mis hijos, a mi mujer. Lo de engañarnos a nosotros mismos ya había sido consumido cual llama inerte, acaso salvado por el cercano y hambriento olvido.
El camino fue como solía ser; aunque en el taxi sentía tremenda lentitud, mientras el carro amarillo pasaba a otros. Recordé una frase que él me enseñó, como un suspiro, como si viajara y pasara a mi lado, acaso a velocidad. Era de un filósofo griego, Epicuro. Era sobre el futuro, sobre la vida no conocida y las ganas de conocerla: “El que menos necesita del mañana, avanza con más gusto hacia él.” Llegué a la casa. Marilyn me saludó con un guiño. No sé en relación a qué. En todo caso me esperaba el señor Álvarez en el cuarto de siempre: ven aquí, mamita, he vuelto, hazme sentir en casa, mi amor.
Esa semana no lo vi, estaba tentado de ir, pero el trabajo, mi hijo, la compra de una Van.
Las semanas siguientes vino como de costumbre, un poco menos quizás. Hasta ahora viene y a veces le toca conmigo, a veces con las otras, no lo decido yo. Todavía seguiré yendo durante un tiempo indefinido y yo estaré aquí, acaso por mucho tiempo; nos seguiremos viendo, eso es seguro, lo demás se lo dejo al olvido.

Mar

No son los heraldos negros de la muerte.
Tampoco el laberinto de Asterión.
Mucho menos la voluntad crepitante de un dios muerto.
Es el armónico ir y venir durante la herrumbrosa noche.

Más tarde,
cuando perdure y arda lo perdido,
cuando los excrementos se unan
en la cima del mundo,
y los impíos forniquen con los ángeles,
cuando la eternidad deje de sonreírnos,
condescendiente,
por todo el camino
y cuando no sea yo sino un vertedero de palabras,
cuando el silencio muera
a manos de la presencia,
traicionera...

La espera no muy lenta,
los lamentos demasiado largos
y también colonizan la visita
los inanimados letargos
de una visión ampliada
de este monstruo que es el mar.
Sólo él me ha oído callarme,
entre él y yo,
un vacío ha sido erigido
por las ruinas,
se yergue ante nosotros
y vacila entre las sales del mar.

Más allá de nuestros dedos,
no está sino el horizonte imaginario,
se estira en azul
y una ola
dibuja el adiós en esta noche,
desde el balcón hemos visto,
desde este pútrido lugar,
desde esta hediondez insoportable,
a los muertos retroceder a nuestro ritmo,
sólo es ahora, nos hemos de encontrar,
es así como se cumple la jornada
mirando, desde el presente efímero,
hacia el infinito de nuestro mar.
“Soy el cantor de América, autóctono y salvaje”,
dice el poeta, dice el peruano.

Dos palabras, parece,
enemigas entre sí.
Elevados,
como muertos,
los versos,
en el Olimpo
construyen la Acrópolis:
cercenadas palabras,
enajenado el reino.
Dios, dónde se esconde:
muerto, muere, dicen,
a la sombra del sol.

Los letargos
al servicio de la ausencia
y de la presencia,
son todas palabras vanas,
delicadas, banales,
duerme la humanidad.
Triviales, sutiles,
las damiselas, las musas,
despiertas, corren,
se arrojan a nuestros brazos,
los muerden,
somos peruanos,
vampiresas que muerden el cuello,
la eternidad, empero,
nos dará la espalda
es efímero el placer, el dolor,
nos ahorcan, todo es letárgico
o agónico,
sólo sufrir,
nada más, y
por partes,
cercenadas,
sí-la-ba por sí-la-ba
o
l-e-t-r-a por l-e-t-r-a,
tampoco eso,
sin orden, sin convicción,
en cautiverio, no podremos,
parecemos impasibles,
adiós,
también del deseo,
alejado todo,
imposible diagramarlo
o dibujarlo,
ni los dioses,
nadie ha de maquinarlo,
alejémonos mejor,
y ya nos vamos.
Sólo sufrir,
las musas nos estrangulan,
al poeta, al peruano,
nunca fue la muerte tan amarga
como un agrio estrépito,
o varios,
lo sé,
la luna es caprichosa,
salvaje, el sol también,
nos morimos,
fornicamos y el infinito
nos guiña el ojo,
condescendiente,
comemos, dormimos,
la cama, la almohada,
las sábanas, el alcohol,
tanta comida,
no más, deseo la muerte
o el sufrimiento,
pero no, no, oh, vida,
te lo pido,
no esto.

Cualquier cosa menos esto,
enraizado al sol, enmarañado me encuentro,
desterrado tal vez, enajenado, obstruido.
Oh, peruano, el poeta ha muerto,
como Dios,
desde acá,
sin verso ya,
vacío, a ti,
desde los anales del alma,
compongo estas líneas,
a ti, querido hermano mío,
te compongo, autóctono y salvaje,
este réquiem.

Es tiempo de rebelarnos: un llamado

Enorme es, se ha engullido a los niños.
Sin temor ha devorado la infancia eterna,
ha destrozado toda esperanza interna,
mientras campante repartía guiños.

Tan vanidoso como es, todo se ha derrumbado,
él riendo lo ha visto, claro que lo ha visto,
su plan parece ya estar listo
él ha sido quien este cataclismo ha provocado.

Habrá que arrancarle sus tripas, que perpetuar el pecado,
habrá que arrojarlo con nuestras palabras hacia el abismo,
habrá que comernos su hígado, orinarnos en su cadáver desolado.

Es nuestra tarea escupirle en su rostro, cegarlo,
es él tan redondo, se cree poderoso, nosotros somos lo mismo,
será enorme e imponente, pero entre todos, ¡vamos a matarlo!

sábado, 15 de mayo de 2010

De un comienzo, de un final

Un poema de este autor jamás será
lo que mis ojos han de ver,
lo que mis ojos han de ser
y lo que en mí vacilará.

Las ruinas, de donde erigieron
la existencia humana
no sólo no nos sana,
sino que además conmigo nacieron,

así como con mi padre existieron, siendo
él al final el polvo que va huyendo,
mientras se queda en mí.

Aunque debo admitir: es muy tarde,
este poema, con sus versos, arde
en las mismas ruinas, que soy, seré y fui.

Inexorable metamorfosis

Como en las más salvajes obras,
cual penetración necesaria y potente
la vida llama a la muerte, que se siente
lejos de todo pavor, lejos de toda vida y sus sobras.

Los cuchillos se han clavado,
las oraciones se han perdido,
los mismos oídos, nutridos
por tanta duda, se han salvado.

Y como no podía ser de otro modo:
Dios se mezcla en el lodo,
y termina perdiendo dignidad,

termina perdiendo omnipotencia
y es un humano más con insoluble decencia,
alejado, muy alejado de toda eternidad.